Ciencias Sociales y Humanas

4 de mayo de 2020

La tos de mi vecina

La tos de mi vecina

Nota de opinión escrita por Julio César Mazo, docente del programa de filosofía

Ana vive en el edificio de enfrente. Llegó de Alemania hace cinco años y desde entonces, a cada oportunidad, se sienta en el antejardín, entonces fuma y toma café. Cuando el día está soleado se descalza y nos saluda, lanza un “¡Hola, vecino!”, con un acento que la mayoría no descifra, porque a la mayoría, sobra decirlo, no le interesa saber de dónde vino Ana. Lo único cierto es que no es de aquí. Lo único en lo que estarán de acuerdo quienes la han visto es que Ana no es como nosotros. Su diferencia la señala y, sentada en el antejardín, separada de nosotros por una reja, parece despertar una extraña simpatía entre nosotros, como si por un segundo, lo que dura el saludo, una única certeza se insinuara: somos la mayoría que observa. La identificación es fugaz, luego, cuando la perdemos de vista, cuando su saludo no se oye, volvemos sobre nuestros asuntos. Somos, siempre que Ana esté ahí para recordarnos que no es como nosotros.

Fiel a su rutina, Ana toma el sol en el antejardín, aunque cada vez son menos los vecinos a los que puede saludar, ya no salen, no podemos. Tal vez por eso subió el volumen de la voz, para que el saludo le llegara a los que, como yo, cada tanto se asoman a la ventana. Casi a gritos Ana habla con los vecinos, lo intenta (así supe lo poco que sé de ella), solo que, a diferencia de unas semanas atrás, los pocos que todavía se la cruzan la miran con recelo. Ahora, a la identificación fugaz, se suma la amenaza. El somos que aparece con su saludo, con su diferencia, tiembla casi tan fuerte como sus gritos. La unidad se pone riesgo porque ahora, no es un secreto, sabemos que Ana viene de un lugar en el que los muertos se cuentan por millones, un lugar abstracto, por su puesto, porque a la mayoría no le interesa conocerla, lo único cierto es que viene de allá, de ese otro sitio que nos llega en los periódicos y noticieros, del que tanto hablan y en el que todos, eso creemos, se ven como Ana. Un lugar en el que el somos al que ahora nos aferramos no tiene lugar.

Insistente, desprevenida acaso, Ana vuelve al antejardín, entonces fuma y toma café, entonces tose, como yo, que hago lo mismo desde mi ventana, solo que, a diferencia suya, yo hago parte de la mayoría. Soy la multitud que Ana, sin saberlo, ayudó a fortalecer son sus saludos, con sus maneras, de cualquier forma, con su diferencia.  En menos de lo que dura uno de sus saludos las ventanas, hasta entonces cerradas, se abrieron. Alguien gritó. “¡Irresponsable!”, dijeron. “¡Y ni si quiera se cuida!”, dijo alguien más. Los reproches se fueron sumando, demasiados para tan corto tiempo, como si los hubieran planeado, así que se amontonaron sobre Ana –las palabras-, y ella no supo qué contestar. Aquello fue un linchamiento, motivado, como cualquier otro, por una disculpa: un extraño acuerdo sobre la “verdad” que rige toda relación con el otro. Puestos en el lugar de la mayoría, lugar que extrañamente Ana ayudó a formar, la acción que en privado parecerá reprochable, al menos dudosa, pasa a ser correcta. Amparados por la multitud, el daño al otro siempre será un recurso, no es un secreto.

Por eso, excusarse en el gesto de alguien más, en estos casos, tiene tanto de cobardía. Qué importa quién haya lanzado el insulto, lo que importa es que se hizo en nombre de la mayoría, eso fue lo que Ana sitió: una voz sin cuerpo que la señalaba, por eso, también, es tan difícil -imposible acaso- diferenciar a un responsable. Pero también, y sobre todo, lo que esconde esta acción es la completa pérdida de la subjetividad: los vecinos, desde sus ventanas, dejaron de ser ellos mismos –incapaces de pensar en lo que hacían- para convertirse en la voz informe de la prevención y la seguridad. Claro, siempre es posible que alguien, al volver a casa, haya pensado que no era para tanto, que Ana, la que siempre lo saluda, no tenía ninguna culpa, incluso, que él mismo no es así, pero entonces ya será demasiado tarde, y no importa, porque el arrepentimiento también se pierde en la multitud.

El silogismo es cruel. Ana viene de allá, del lugar de los primeros muertos, así que todos los venidos de allá, eso creemos, traen consigo la razón de tantas muertes, en consecuencia, Ana es el contagio, o lo que es peor –de cualquier forma, lo mismo-, Ana es el mismísimo virus. Una lógica nefasta a la que podríamos dar el nombre de violencia hermenéutica, pues opera en el instante en el que toda diferencia se ve reducida a la interpretación del punto de vista del somos, es decir, la del punto de vista que aplasta al otro. Con la violencia hermenéutica se anula el asombro como cualidad positiva del otro, quien, en el mejor de los casos, se ve reducido a lo exótico, es Ana, la del acento indescifrable, separada de nosotros por una reja.

Más objeto que destinataria de un discurso, Ana no desaparece, simplemente está ahí, recordándonos con su presencia la precariedad que a veces da sentido a la multitud, pues es el miedo, y no la apertura, la que le sirve de guía. Quien teme no puede más que repetir lo que alguien más supone sobre el otro que lo amenaza, esta acción, cuyo efecto es el de una bola de nieve, da lugar al somos de la violencia hermenéutica, al “principio de identidad” como reducción de lo extraño –Ana- a lo común -el temor al contagio-.

Toda violencia hermenéutica es, entonces, una carencia real del otro, un ocultamiento que lo desahucia al afirmarlo como algo negativo. Una carencia que es, además, una manera –la peor manera- de morir en lo simbólico. La presencia de Ana es tan indispensable como el gesto de ignorarla, de otra forma el somos, la multitud, no tendría lugar. En adelante todo lo que Ana puede esperar es el silencio, justamente porque su lenguaje no significa y, como si fuera poco, amenaza.

“mejor prevenir que lamentar”, parece rezar este tipo de violencia, disfrazada en la disculpa de todo linchamiento, manifiesta en las miradas que se desvían cuando pasan frente al edificio de Ana, en el gesto de asegurarse el tapabocas aun cuando ella no esté presente, en los dedos que señalan el antejardín vacío y que, de cualquier forma, lo único que hacen es permitir que el miedo hable en nombre de la seguridad o, para decirlo de otra forma, que la seguridad se revele ante nosotros como un miedo irracional y localizado. Irracional, siempre que es incapaz de cuestionarse a sí mismo, idéntico al vecino que con su grito se convierte en multitud; localizado, siempre que necesite descargarse ciegamente sobre otro, un otro que, por principio, desconocemos. Lo que la tos de Ana representa, entonces, no es otra cosa que la conversión de la diferencia en terror, de ahí que el dialogo –en sentido fuerte, en el sentido de la apertura- se presente como imposible. Nadie querrá sentarse a escuchar, a entender quizás, a ese otro que representa nuestra propia fragilidad -en este caso la posibilidad latente del contagio-, así como nadie, en medio de un linchamiento, osará defender a la víctima. Esta acción no admite duda o reflexión alguna, justamente, porque nadie, o casi nadie, actúa en contra de la mayoría.

Ana ha sido condenada al ruido, a la ausencia de voz, como en tantas ocasiones miles de otros lo han sido, sólo que ahora se le suma el contagio como factor determinante, acaso justificador, del rechazo. Ana pasa así a ocupar el lugar de ese otro que sólo conseguimos ver como si fuese nadie, ante lo que vale la pena preguntar si la lógica que opera detrás del contagio no es más que una renovación del “principio de identidad” de nuestro tiempo. Si el virus que hoy nos mantiene aislados ha servido, extrañamente, para robustecer la voz informe de la prevención y la seguridad, llevando al extremo la figura autoritaria del ensimismamiento y el individualismo como sinónimo del cuidado y, lo que es peor, de la identificación. Vale la pena preguntarse por qué nadie ha vuelto a ver a Ana.