20 de febrero de 2018
Hamlet, Acto I: El nacimiento de la tragedia moderna
La modernidad ha emprendido la venganza contra sí misma, la muerte de Hamlet será vengada por Hamlet. Todos somos Hamlet. El proyecto moderno busca su propio aniquilamiento, una venganza contra sí mismo. Una perspectiva sobre el comienzo de la modernidad a partir de una de las obras cumbres de William Shakespeare.
El padre de Hamlet ha muerto, al parecer, como obra de una serpiente que descubrió al rey en su hora de sueño matutino, justo antes de caer la tarde, sin permitirle a este la más mínima defensa.
Dicha muerte del rey Hamlet, homónimo del príncipe, permite ver un hijo profundamente acongojado por tal pérdida, al punto que no se conoce la figura de un Hamlet calmo y sereno, que pudo o no haber existido cuando aún estaba con vida su padre.
De cualquier forma, dicho suceso nos presenta un príncipe dolido, además, por lo que él considera una insensatez de parte de su madre y tío, ahora rey de Dinamarca, por la premura de su casamiento al estar tan reciente la muerte de su padre el Rey Hamlet.
Por un lado, se puede pensar en la figura del rey Hamlet muerto como todo aquello que muere antes de la modernidad. Un senil rey Hamlet que libró batallas y conquistó naciones, al igual que el Antiguo Régimen en Europa que con la fe cristiana se expandió por el mundo dando muerte y allanando el camino de la cruz, de la misma forma como se presenta a un antiguo rey guerrero que logró hacerse de tierras extranjeras, pero que con su muerte desató la insurrección de los pueblos sometidos.
Igual que la modernidad proclamaba la autodeterminación del hombre y de los pueblos, impulsando soberanías creadas a partir del propio espíritu humano y no de una pesada historia y tradiciones lejanas en el tiempo y el espacio, el príncipe Fortimbrás de Noruega llama a los pueblos sometidos por Dinamarca a la insurrección, dada la muerte del rey Hamlet.
El príncipe Hamlet, en este primer acto, se puede interpretar como la representación de una modernidad joven y vigorosa, pero ante todo hija del Antiguo Régimen, Hamlet es hijo de Hamlet. Por más que la modernidad quiso borrar toda conexión con su pasado, la Historia, aunque no determina, si es una condición de posibilidad para el presente, la modernidad europea debe mucho a su milenaria era cristiana.
La muerte del rey desata la tragedia y el caos en el reino y en el vástago del rey asesinado. La muerte del viejo Hamlet le hacen ver al joven príncipe su condición mortal, su dolor lo carga con escepticismo ante el mundo: “¡Cuán fatigado ya de todos, juzgo molestos, insípidos y vanos los placeres del mundo! Nada quiero de él: es un campo inculto y rudo que solo abunda en frutos groseros y amargos”.
Hamlet lamenta la fragilidad del mundo y la escaza certeza que de él tienen los hombres. Hamlet mismo, lo que él siente con sus verdades y escepticismos, se presenta como la afirmación del mundo. Su pena lo lleva a al extremo de renegar de la memoria de sus antepasados y tradiciones: “ (…) aunque he nacido en este país y estoy hecho a sus estilos me parece que sería más decoroso quebrantar esas costumbres que seguirlas. Un exceso tal, que embrutece el entendimiento, nos difama a los ojos de las otras naciones desde Oriente a Occidente. Nos llaman ebrios; manchan nuestro nombre con este dictado afrentoso, y en verdad que él solo, por más que poseamos en alto grado otras buenas cualidades, basta a empañar el lustre de nuestra reputación”.
Sin duda, Hamlet no levantó la mano contra su padre, lo que sí es cierto es que la culpa está en la sangre de la familia real, sumiendo a Hamlet en la vergüenza, el odio y el oprobio, y he aquí la paranoia más propia de la modernidad que revela el joven príncipe: la añoranza del padre, su estrepitosa muerte, recuerda a la guillotina atravesando el linaje de Luis XVI: ¡Bienvenida sea la Revolución! ¿Dónde hallar de nuevo el orden? Es la añoranza lo que lleva a Hamlet a buscar venganza, el sueño edípico de Hamlet no lo deja vislumbrar su propia tragedia.
La Modernidad, fruto del aniquilamiento de las antiguas monarquías europeas, hace de la orfandad del hombre, visto ahora a sí mismo como ser finito, mortal, vulnerable, solitario y pasajero, el punto de partida para instaurar en Hamlet a Hamlet, el dios quien no puede ser visto, el fantasma sin la sábana, la religión por la ciencia.
Lo impensable. El acongojado Hamlet para quien lo único que no es apariencia es él mismo, lo que siente y piensa, su corazón, le lleva de manera soterrada acaso a una locura, acaso a su verdad, “La” verdad. Solo su interior es más que apariencia “lo restante no es otra cosa que atavíos y adornos de dolor”.
El desprecio y la desconfianza por las pasiones del alma levantan el telón para la aparición de Kant y su imperativo categórico. A Ofelia, joven (acaso pueril) enamorada de Hamlet, su hermano Laertes y su padre Polonio, le advierten de la insensatez de confiar en las palabras y actos de amor de Hamlet hacia ella, y de lo que ella misma es y siente: “lo que hace el frívolo obsequio de Hamlet, debes considerarlo como una mera cortesanía, un hervor de la sangre, una violeta que en la primavera juvenil de la Naturaleza se adelanta a vivir y no permanece; hermosa, no durable; perfume de un momento, y nada más”.
Laertes además vaticina, como lo haría el ilustre ciudadano de Konigsberg, lo que ocurrirá cuando Hamlet salga de su minoría de edad, condición que Laertes la atribuye a que Hamlet debe ser el regente del pueblo. Pues su voluntad no es la voluntad de cualquier hombre vulgar, no puede dejarse llevar por sus propias pasiones, son ciegas, “puesto que de su elección depende la salud y prosperidad de todo un reino”, en otras palabras: “Obra sólo según aquella máxima por la cual puedas querer que al mismo tiempo se convierta en ley universal”.
Todos somos Ofelia, vulnerables y prestos ante nuestras pasiones, otorgándoles más crédito del que realmente merecen. Ceguera y juventud, para la modernidad, nuestras pasiones son nuestros propios enemigos. La modernidad ha emprendido la venganza contra sí misma, la muerte de Hamlet será vengada por Hamlet. Todos somos Hamlet.
*Nota originalmente publicada en El Espectador por Marco Cortés, estudiante del Programa de Filosofía