Ciencias Sociales y Humanas

31 de mayo de 2021

Es hora de poner la paz en la mesa de los colombianos.

 

Por: Flavio Bladimir Rodríguez

Causa escalofrío el solo hecho de imaginar la situación y los sentimientos de las familias que en el último año han encontrado desabastecidas sus cocinas, alacenas y neveras. El no poder llevar los alimentos a sus casas les ha llevado a comer sólo una o dos veces al día; esta situación es la más lejana a la tranquilidad y la paz de las personas que integran estos hogares. Esta es una situación silenciosa que han vivido miles de familias en Colombia, que debería ser difundida con la misma dureza con la que aparecen las alarmas que comunican un posible desabastecimiento alimentario producido por el Paro y las diversas acciones de protesta.  Antes de hacer estos juicios sobre la protesta como generadora de hambre, es pertinente pensar y reconocer las condiciones en las que ha operado el abastecimiento alimentario en el país durante las últimas décadas.

Silenciosamente, día a día millones de productores cultivan alimentos, mientras los acopiadores y transportistas pasan días y noches por ríos, trochas, caminos y carreteras moviendo los alimentos para llegar a descargarlos en el amanecer en medio de intercambios acelerados que acontecen en distintos mercados minoristas, mayoristas, plazas de mercado regionales y municipales. Unas horas antes del amanecer los camiones llegan desde distintos sitios y veredas del país con gran variedad de productos. En medio de la noche los coteros corren haciendo equilibrio en delgadas tablas para la descarga de los camiones; antes del amanecer, en los barrios y cabeceras municipales los tenderos se levantan para dirigirse a estos mercados en búsqueda de los mejores precios de alimentos en cosecha, que facilitan el abastecimiento de familias en algunos casos al fiado considerando las restricciones económicas actuales. Así, según cifras del DANE, cotidianamente y en el tiempo transcurrido entre los años 2012 y 2017 desde las veredas llegaron a las centrales mayoristas de las diez principales ciudades de Colombia, cerca de 25 millones de toneladas de alimentos: 26% hortalizas, 27% tubérculos, raíces y plátanos, 26% frutas y de otros grupos 21%. Sólo para abastecer a una persona promedio de Bogotá se estima que se requieren 0.7 hectáreas de tierra y para producir todos los alimentos que llegan a Bogotá en un año, se necesitan para regar los cultivos el agua que reúnen el equivalente a 11 lagos de Tota.

De la apropiación y el uso silencioso y cotidiano de este conjunto de bienes ambientales y procesos de trabajos que sostienen el abastecimiento alimentario de los colombianos, se hablaba muy poco, solo hasta que la protesta social y los bloqueos aparecen, restringiendo la circulación de mercancías y dinero, generando pérdidas económicas para algunos sectores. Así, por fin, aparece en escena con dureza, el miedo que acompaña las alarmas y la realidad del “desabastecimiento” generado específicamente por los bloqueos que restringen la circulación de las ganancias. Esta situación contrasta con el silencio publico cuando las familias con restricciones para el acceso a los alimentos se encuentran desabastecidas, allí, tímidamente y con vergüenza, las banderas rojas aparecen en las ventanas de las casas y apartamentos comunicando la situación de hambre, como un dolor silencioso que carcome los estómagos, situación que no genera alertas, ni alarmas en los medios. Cuando las ganancias fluyen, el abasto alimentario es invisible nadie habla de él y la sociedad sistemáticamente olvida el recorrido de los alimentos y la vida de productores y transportistas que mueven los alimentos para que lleguen a la mesa de los comensales, de aquellos que hoy pueden comer sus tres “golpes” en medio de los duros y crudos días de nuestro país.

El abasto alimentario y sus problemas no corresponde únicamente a la coyuntura actual, no son el Paro y los bloqueos los generadores de los problemas históricos del país en este tema. Hace cuatro décadas las cifras del abasto alimentario de Colombia mostraban que los colombianos contábamos con una producción que permitía el autoabastecimiento alimentario superior al 70 o 80 % en muchos productos que en la actualidad son importados. Esto permitía fortalecer los mercados alimentarios locales y regionales que convergían a nivel nacional. Buena parte de estos alimentos provenían de la economía campesina y de pequeños y medianos productores, cultivados en suelos de ladera de aquellas tierras donde los pueblos rurales lograron arraigarse, en medio de luchas por la tierra desde inicios y mediados del siglo XX, para sostener sus vidas y sembrar comida para ellos y para el país.  Estas poblaciones y sus economías se han articulado a los centros urbanos para abastecer de alimentos a los diferentes sectores sociales asentados en las ciudades en medio de muchos obstáculos y pérdidas, que han vulnerado las posibilidades de producción y abastecimiento que permitirían mayor acceso a los alimentos por parte de los colombianos.

El proceso para abastecer las grandes ciudades y garantizar la realización del derecho a la alimentación de la población colombiana rural y urbana, se vuelve un reto constante que cuenta con muchas dificultades, para las cuales debería existir una política humanitaria y no solamente comercial y económica que permita regular: el control corporativo de las semillas, el alto precio de los insumos, el bajo costo de compra a los productores, el incremento de las importaciones de alimentos, que en su conjunto terminan sacando a pequeños productores del mercado y reduciendo sus ingresos, sometiéndolos a sistemáticas pérdidas, que los han llevado a dejar sus tierras para migrar a las ciudades a buscar trabajos informales y elevar la supuesta competitividad de las ciudades a partir de salarios precarios que generan más situaciones de hambre.

Cuando esto ha ocurrido sistemáticamente durante las últimas décadas y las ganancias han fluido por las carreteras continuamente y sin contratiempos, el silencio hace cómplices a muchos sectores. Nadie ubica las relaciones del abastecimiento con: los precios de la gasolina, el precio de lo peajes, el mal estado de las vías, el alto precio de los insumos, la privatización de las semillas, la concentración de la tierra. Tampoco se relaciona la disponibilidad de alimentos con las condiciones de trabajo de los productores y sus bajos márgenes de ganancia, no se asocia esto con las políticas de libre mercado que terminan deteriorando las condiciones de vida en la ruralidad y cómo esto fractura y restringe las posibilidades de autoabastecimiento al deteriorar los mercados locales y el tejido social rural. Estos procesos han afectado el abastecimiento alimentario, al concentrar las ganancias en importadores, grandes productores y en grandes supermercados, mientras se cierran plazas municipales y tiendas de barrio en todas la ciudades y regiones del país.

Sólo se habla del desabastecimiento cuando los productos perecederos duran días en los camiones y se pierden en carretera, cuando los transportistas o los comerciantes se ven afectados por las protestas y los bloqueos. Ahí es cuando toma importancia el abasto alimentario como preocupación, generando alarma acompañado del miedo y sensación de inseguridad. Nada coherente y más bien oportunista preocuparse ahora por el desabastecimiento y el hambre cuando el conjunto de políticas económicas que originan el Paro y los bloqueos se hacen frente a las políticas que han restringido la posibilidad de ser abastecidos por pequeños y medianos productores colombianos. Cuando hay bloqueos generados en las protestas el abasto alimentario es un derecho restringido por las protestas, pero cuando las ganancias fluyen el silencio es la constante. Así que aquí el problema central no es el hambre ni el desabastecimiento de la población en general, el problema son las ganancias de unos sectores.

Es importante que el Paro y la protesta sigan dando señales y enseñanzas éticas y humanas como las que se vienen conociendo en diferentes regiones a partir del establecimiento de corredores humanitarios.  En más de 60 sitios del país, como lo señala la Defensoría del Pueblo. Esto ha hecho posible el abastecimiento de los productos esenciales a partir de acciones humanitarias, que no son implementadas cuando los alimentos y la salud son tratados como cualquier mercancía en el mercado y no como bienes que garantizan un derecho humano. Este es un momento lleno de posibilidades para la construcción de un circuito agroalimentario humanitario a partir de una convocatoria clara por el derecho a la alimentación solicitada al gobierno, a los gremios y a los comerciantes, que permita garantizar el “pan nuestro de cada día” a las familias colombianas, como un paso fundamental en la construcción de confianza y paz.

No es coherente alarmar y generar temor en la población con un posible desabastecimiento para señalar específicamente al Paro como responsable de generar y someter al hambre a la población de las ciudades. El Paro no es el generador del hambre de la población, las banderas rojas señal de desabastecimiento de las unidades domésticas, no aparecieron con las protestas del Paro Nacional, tampoco la situación de pobreza y desempleo, menos la imposibilidad estructural del acceso a alimentos. Estas situaciones son producto de las políticas económicas y sociales de las últimas décadas. La protesta social es una respuesta a todas las medidas que han generado el hambre y las restricciones al acceso de alimentos. La protesta tampoco es la responsable del abandono del campo colombiano. Usar la alarma alimentaria como deslegitimadora del paro es una estrategia irresponsable de los promotores de las políticas que han llevado a miles de colombianos a no contar con “el pan nuestro de cada día”. Con hambre es muy difícil construir confianza y llegar a acuerdos, con hambre no hay paz y con su presencia silenciosa la protesta es y será legítima.